miércoles, 7 de julio de 2021

☭ Che Guevara: 8 mitos ☫ ¿Qué hizo por la humanidad? Parte 2

 


A la caza de la princesa

En las afueras de Córdoba se encontraba su enorme estancia llamada Malagueño, donde la familia pasaba los veranos.

«Las dos mil hectáreas de Malagueño —dice Dolores Moyano— comprendían dos canchas de polo, cuadras de caballos árabes y una villa feudal de obreros de la cantera de la familia. Todos los domingos la familia iba a misa en la iglesia del pueblo y ocupaba una capilla privada a la derecha del altar con su propia entrada y una baranda donde comulgar, lejos de la masa de trabajadores. En muchos sentidos, Malagueño ejemplificaba todo lo que Ernesto detestaba. Sin embargo, impredecible como siempre, Ernesto se había enamorado locamente de la princesa de este pequeño imperio, mi prima Chichina Ferreyra, una niña extraordinariamente hermosa y encantadora que, para consternación de sus padres, se sentía igualmente fascinada por él».

Las dos familias ya se conocían desde que los Guevara habían residido en Córdoba, debido a los contactos profesionales de Guevara Lynch y a las amistades de sus hijos. Fuese o no un buen partido para su hija, al principio los padres de Chichina no lo rechazaron. Su excentricidad y su inteligencia eran cautivantes. Pepe Aguilar, quien presenció el noviazgo, recuerda cómo los Ferreyra se reían del desaliño de Ernesto, pero también cómo escuchaban atentamente cuando hablaba de literatura, historia o filosofía o relataba anécdotas de sus viajes.

Las tensiones alcanzaron un pico durante una cena en Malagueño en la que estuvieron presentes Dolores y Pepe Aguilar. Conversaban sobre Winston Churchill, un nombre venerado por los Ferreyra, que eran anglófilos acérrimos. Mientras los mayores de la familia relataban sus anécdotas preferidas sobre Churchill, Ernesto escuchaba sin ocultar una sonrisa burlona, dice Dolores.

Sin poder contenerse, Ernesto intervino para tachar al venerado estadista de «un politiquero más». Pepe Aguilar recuerda la tensión del momento. «Horacio, el padre de Chichina, dijo: “Esto ya no lo puedo aguantar”, y se fue de la mesa

Lola, la muy devota madre de Chichina, conocía los sentimientos de su hija, y estaba tan asustada por la posibilidad de tener por yerno a Ernesto Guevara que, según Tatiana Quiroga, hizo una promesa a la Virgen del Valle, en Catamarca. Si Chichina ponía fin al noviazgo, haría una peregrinación al remoto santuario de la Virgen.

Al finalizar el curso académico en diciembre de 1950, en lugar de visitar a Chichina en Córdoba como cabía esperar, Ernesto obtuvo una credencial de enfermero en el Ministerio de Salud Pública y pidió trabajo como «médico» de a bordo en la flota de la petrolera estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales, YPF.

A la mañana siguiente, pasó un camión que iba a «Chuqui». Ernesto y Alberto se fueron en él, abandonando a la pareja a su futuro incierto. Con esa imagen vívida en su mente, la visita a la mina de cobre de Chuquicamata fue para Ernesto una experiencia exclusivamente política. Describió con desdén a los administradores norteamericanos, «los amos, los rubios y eficaces administradores impertinentes» que les permitieron con reticencia visitar la mina con la condición de que se fueran lo antes posible porque Chuqui no era una «ciudad turística».

Su guía chileno, un «perro fiel de los amos yanquis», sin embargo fustigaba a sus patrones mientras los conducía por la mina. Dijo que había una huelga minera en ciernes y añadió: «Gringos imbéciles, pierden miles de pesos diarios en una huelga, por negarse a dar unos centavos más a un pobre obrero…»

Ernesto comentó: «Eficacia fría y rencor impotente van mancomunados en la gran mina, unidos a pesar del odio por la necesidad común de vivir y especular de unos y de otros. Veremos si algún día, algún minero tome un pico con placer y vaya a envenenar sus pulmones con consciente alegría

Ernesto dedicó a la mina todo un capítulo de su diario: describió detalladamente el proceso de producción y su importancia política para el país. En esa descripción, las montañas ricas en minerales que rodean Chuquicamata también son parte del «proletariado explotado».

Alberto visitó a un médico al que había conocido en un congreso profesional. Éste tuvo la amabilidad de poner a su disposición un Land Rover con conductor para visitar el Valle de los Incas y les consiguió pasajes gratuitos en el tren a las ruinas de Machu Picchu.

Durante horas recorrieron las ruinas de piedra erigidas sobre los altos picos selváticos. Después de participar en un partido de fútbol entre campesinos y demostrar lo que Ernesto llamó su «habilidad relativamente prodigiosa», el gerente de una hostería para turistas les dio alojamiento. Sin embargo, al cabo de dos días y dos noches les pidió que se marcharan porque llegaba un autobús cargado de turistas norteamericanos.

Durante el regreso a Cuzco en el tren de vía estrecha que bajaba la montaña en zigzag, Ernesto vio el sucio vagón de tercera clase reservado para los indios y lo comparó con los que se usaban en Argentina para transportar el ganado. Evidentemente molesto por tener que abandonar Machu Picchu para conveniencia de ellos, descargó su ira en los «turistas norteamericanos». «Naturalmente que de las condiciones de vida de estos indios, los turistas que viajan en sus cómodas autovías no tendrán sino una vaga idea… La mayoría de los americanos… vuelan directamente de Lima, recorren Cuzco, visitan las ruinas y se vuelven, sin dar importancia a nada más».

Desde la visita a Chuquicamata, los sentimientos de Ernesto por «los yanquis» se habían vuelto más críticos, y a medida que viajaba hacia el norte crecía su rencor hacia su poderoso país.

Después de quince días en tierras del inca, Ernesto y Alberto partieron hacia el pueblo andino de Abancay. Se habían presentado como «especialistas en lepra» y querían demostrarlo. Tenían una carta de recomendación del médico de Cuzco para las autoridades del remoto leprosario de Huambo.

No tenían un centavo, y el modus operandi del viaje seguía siendo el mismo: con ruegos y lisonjas se hacían llevar en camiones. En Abancay pidieron y obtuvieron comida y alojamiento gratuito en el hospital. A cambio de ello dieron «conferencias» sobre el asma y la lepra y coquetearon con las enfermeras. Ernesto sufrió un ataque de asma. Desde la partida de la Argentina el mal casi no lo había afectado, pero esta vez fue grave y Alberto tuvo que darle tres inyecciones de adrenalina.

Reanudaron el viaje hacia Huambo. En el pueblo de Huancarama

Poco después apareció un guía quechua con dos caballos flacos.

Después de varias horas de viaje, Ernesto y Alberto vieron que los perseguían una mujer y un muchacho indios. Cuando éstos los alcanzaron, les dijeron que los caballos eran suyos: el gobernador de Huancarama se había apoderado de ellos para cumplir su promesa de ayudar a «los médicos argentinos». Se disculparon, devolvieron los caballos y continuaron a pie.

El leprosario de Huambo era un conjunto rudimentario de chozas con techo de paja y suelo de tierra en medio de un claro en la selva infestada de mosquitos. Un grupo pequeño de médicos abnegados trabajaban allí con un presupuesto minúsculo. El médico a cargo les dijo que el fundador de la colonia (y director del programa nacional de tratamiento de la lepra), doctor Hugo Pesce, era a la vez un conocido comunista. Resolvieron visitarlo en Lima.

Los alojó y alimentó un rico hacendado de la zona, quien les explicó cómo había realizado el desmonte de su inmensa propiedad en la selva. Invitaba a colonos pobres a desmontar una parcela de tierra y El veinteañero Ernesto llamaba la atención en sociedad como un tipo raro y atractivosembrar sus cultivos.

El veinteañero cultivaba el arte del desaliño con gran eficacia. Como recuerda Dolores Moyano, ese desaliño era tema de conversación constante entre sus amigos.

osada en su alta meseta entre montañas verdes, Bogotá era una tensa isla donde imperaban la ley y el orden impuestos de manera férrea mientras a su alrededor, en el campo, arreciaba una enconada guerra civil. Ernesto y Alberto hallaron un clima inhóspito y agitado. Gracias a una recomendación del doctor Pesce, les dieron alojamiento en un hospital y comida en el comedor estudiantil de la universidad, donde hicieron nuevos amigos. Sin embargo, Ernesto escribió a su madre: «Este país es el que tiene más suprimidas las garantías individuales de todos los que hemos recorrido; la policía patrulla las calles con fusil al hombro y exigen a cada rato el pasaporte… Es un clima tenso que hace adivinar una revuelta dentro de poco tiempo. Los llanos están en franca revuelta y el ejército es impotente para reprimirla, los conservadores pelean entre ellos; no se ponen de acuerdo y el recuerdo del 9 de abril de 1948 pesa como plomo en todos los ánimos; resumiendo, un clima asfixiante, si los colombianos quieren aguantarlo allá ellos, nosotros nos rajamos cuanto antes».

Aludía al asesinato en abril de 1948 de un popular dirigente del Partido Liberal, Jorge Eliecer Gaitán, un crimen que había provocado el derrumbe violento del sistema político colombiano. Los partidarios de Gaitán sospechaban que el gobierno conservador había ordenado el asesinato y habían salido a las calles de la capital. Sucedió entonces el llamado Bogotazo, con tres días de enfrentamientos cruentos.

Gracias a la carta de recomendación del doctor Pesce, Alberto obtuvo un puesto bien remunerado en un leprosario cerca de Caracas. Ernesto consiguió plaza en el avión que transportaba los caballos de su tío de Buenos Aires a Miami. Lo abordaría en Caracas, donde el avión hacía escala para reabastecerse de combustible. De ahí volaba a Miami para dejar su carga y luego volvía a Buenos Aires.

Durante los últimos días que pasaron juntos en Caracas, los dos amigos se sintieron abrumados por la tristeza de la inminente separación. Para ocultarlo, discutieron sus planes para el futuro inmediato. Ernesto se graduaría de médico y volvería en un año. Si todo iba bien, obtendría un puesto en el leprosario y, tras ahorrar dinero, partirían en busca de nuevas aventuras.

El 26 de julio, Ernesto subió al avión Douglas con su carga de caballos y llegó a Miami.

Siendo doctor recibido los amigos reanudaron el viaje en tren a través de Bolivia. Esta vez, por insistencia de Calica, lo hicieron en un compartimiento de primera clase. Dos días después descendieron del gélido altiplano pardo al gran cráter natural donde reposaba la ciudad de La Paz en su cuna yerma y expuesta al sol como una especie de colonia lunar experimental.

Ernesto y Calica pasaron la noche en la mina, y al prepararse para partir hacia La Paz, se cruzaron con los camiones cargados de mineros que regresaban de allí. Estaban armados y disparaban sus fusiles hacia el cielo. Con sus «caras pétreas y sus cascos de plástico coloreado», Ernesto los halló semejantes a «guerreros de otras tierras». Se enteró de que en la capital el día había transcurrido sin grandes incidentes.

La visita a la mina había valido la pena. Una vez más había visto al desnudo la dependencia de América Latina con respecto a Estados Unidos. Acerca del mineral de Balsa Negra, comentó: «Hoy por hoy es lo único que mantiene a Bolivia, pues es un mineral que los americanos compran, por lo que el gobierno ordenó incrementar la producción». Era la prueba irrefutable del vaticinio que había formulado con respecto al dilema de Chile al nacionalizar sus minas. Mientras los norteamericanos dominaran el mercado de exportación de minerales, la verdadera independencia era imposible.

El gobierno boliviano era consciente de ello; el presidente Eisenhower ejercía una fuerte presión para que realizara las reformas con cautela. Y el consejo no había caído en oídos sordos. Después del triunfo de la revolución, las nacionalizaciones del MNR se habían limitado a las minas de los tres grandes barones del estaño. Más importante aún, Bolivia dependía de Estados Unidos no sólo para venderle sus minerales sino también porque este país fijaba los precios.

Las presiones económicas no eran el único peligro que acechaba a la revolución boliviana. Desde la elección de Eisenhower, Estados Unidos había lanzado una agresiva política de contención del «expansionismo comunista soviético» en el mundo. En el verano de 1953, al presidente boliviano Siles le bastaba echar una mirada en derredor para comprender las dificultades que podría sufrir su gobierno si despertaba las iras de Washington.

Washington atacaba al gobierno izquierdista de Guatemala, al que acusaba de tener inclinaciones comunistas debido a la ley de reforma agraria de 1952 que había nacionalizado los intereses de la poderosa United Fruit Company. Ávida de venganza, la empresa había demostrado que poseía amigos influyentes en las esferas más altas del gobierno, sobre todo en la administración de Eisenhower.

Al navegar rumbo al norte, hacia Centroamérica, Ernesto sabía que su destino era una región «donde los países no son verdaderas naciones sino estancias privadas» de los dictadores de turno. Unos años antes, su poeta preferido, Pablo Neruda, había escrito el poema «The United Fruit Co». en el que maldecía a la empresa explotadora por crear «repúblicas bananeras» sumisas, gobernadas por déspotas títeres.

En Nicaragua, el corrupto general Anastasio «Tacho» Somoza García gobernaba desde la década de 1930. Había llegado al poder mediante la traición, al ordenar el asesinato del dirigente guerrillero nacionalista Augusto César Sandino mientras negociaba con él para poner fin a muchos años de guerras civiles y constantes incursiones de los marines norteamericanos. Somoza, un anticomunista acérrimo, tenía muchos amigos en Washington y fue a instancias suyas que la CIA inició las hostilidades contra la revolución reformista guatemalteca.

El Salvador, país diminuto, era gobernado férreamente por su oligarquía cafetalera. Una sucesión de dictadores militares gobernaba el país desde la derrota, veinte años antes y a costa de treinta mil vidas, de una rebelión campesina dirigida por los comunistas. La mayoría campesina vivía bajo un régimen feudal. Los gobiernos de la vecina Honduras, falta de carreteras, subdesarrollada y subpoblada, eran títeres lamentables de la United Fruit Company.

se embarcaron en un buque de la United Fruit Company que Ernesto llamó «la famosa Pachuca (que transporta pachucos, vagos)». El nombre verdadero del barco era Río Grande y recorría la costa del Pacífico hasta el puerto costarricense de Puntarenas. La travesía empezó bien, pero en pocas horas el mar se puso agitado y «la Pachuca empezó a volar».

Ernesto escribió: «Casi todos los pasajeros, incluyendo a Gualo, empezaron a vomitar. Yo me quedé afuera con una negrita que había levantado, Socorro, más puta que las gallinas, con dieciséis años a cuesta». Como marinero veterano, Ernesto no sufrió mareos y pasó los dos días de la travesía retozando con la sumisa Socorro. Se despidió de ella en Puntarenas y con Gualo se dirigieron tierra adentro hacia San José, la capital.

la Legión del Caribe. Esta alianza política regional en favor de la democracia tenía su sede original en La Habana bajo la protección del expresidente cubano Carlos Prío Socarrás, pero se había trasladado a San José después del golpe de Batista. Ahora los dirigentes políticos exiliados por las dictaduras de Venezuela, la República Dominicana y Nicaragua se reunían en San José a conspirar bajo la guía del presidente Figueres.

A fines de enero la campaña clandestina quedó desenmascarada al salir a la luz la correspondencia entre Castillo Armas, Trujillo y Somoza, en la que detallaban su conspiración en alianza con un «gobierno del norte». El gobierno de Arbenz difundió la noticia y exigió explicaciones al «gobierno del norte», es decir, Estados Unidos. El 2 de febrero, Ernesto escribió en una carta a su padre: «Políticamente no andan las cosas tan bien porque se recela en todo momento un golpe patrocinado por tu amigo Ike».

El Departamento de Estado negó tener conocimiento de la conspiración y se negó a ampliar sus comentarios. La CIA continuaba sus preparativos con toda tranquilidad. Sus agentes circulaban por Guatemala y los países vecinos con una falta de disimulo que hoy parecería irresponsable, pero semejante descaro tenía un propósito: el proyecto requería generar un clima de tensión e incertidumbre a fin de crear divisiones en las fuerzas armadas, debilitar la firmeza de Arbenz y, en lo posible, provocar un golpe de Estado.

En ese clima agitado se acrecentaron las sospechas de Ernesto hacia los norteamericanos. Cuando Rojo lo presentó a Robert Alexander, un profesor de la Universidad de Rutgers que reunía material para un libro sobre la revolución guatemalteca, Ernesto se preguntó en voz alta si no era «un agente del FBI». Hilda y Rojo no compartían sus sospechas, pero no pudieron disipar las suyas y acabaron por reconocer que tal vez tenía razón.

n el esbozo del capítulo «El médico y su entorno», Ernesto expuso una hipotética situación futura en la que el médico cumpliría una función directa en la transformación revolucionaria hacia el socialismo. En primer lugar, expuso su definición de una realidad política latinoamericana colonialista integrada por los componentes siguientes: dominación por parte de grandes terratenientes, gobiernos antipopulares y autoritarios, dominación por el clero, ausencia de leyes eficaces y predominio económico de las empresas monopolistas extranjeras.

En el cumplimiento de sus funciones en la lucha contra esos componentes, el médico revolucionario debería enfrentar directamente a las autoridades en el poder a fin de brindar atención eficaz al pueblo, así como eliminar el saqueo y las ganancias. Consideraba que esta etapa transicional entre la «neutralidad armada» y la «guerra declarada» era una fase de preparación en la cual el médico debía adquirir un conocimiento profundo de la gente que tenía bajo su cuidado y de sus condiciones sanitarias, al mismo tiempo que ayudar a elevar su conciencia de clase y de la importancia de la salud en la vida cotidiana. Por último, era deber del médico revolucionario luchar contra las deficiencias —sociales y de todo tipo— que afectaban al pueblo, el «único soberano» al que debía servir.

Sin duda, la tesis de Ernesto se basaba en gran medida en su análisis de la situación imperante en la Guatemala «revolucionaria

La nueva China que le prestó a Ernesto.

«Fue el primer libro que leyó sobre la gran revolución. Después de leerlo y cuando lo discutimos, expresó una gran admiración por la larga lucha del pueblo chino para tomar el poder, con ayuda de la Unión Soviética.

crecían las presiones políticas sobre Guatemala. En marzo se realizó en Caracas la décima conferencia interamericana de la Organización de Estados Americanos. John Foster Dulles había aplicado suficiente presión para que se aprobara por mayoría la resolución del 26 de marzo que justificaba la intervención armada en cualquier Estado miembro que fuera «dominado por el comunismo» y por consiguiente constituyera una «amenaza hemisférica». México y la Argentina se abstuvieron, y sólo Guatemala, el blanco de la resolución, votó en contra.

El juego proseguía su marcha. Tras obtener esta victoria diplomática, el gobierno de Eisenhower se apresuraba a aprovechar la ventaja. La CIA entrenaba a los exiliados guatemaltecos en una hacienda de Somoza en Nicaragua. Había contratado una tripulación de pilotos mercenarios e introducido clandestinamente una docena de aviones en Nicaragua, Honduras y la Zona del Canal para usarlos en el ataque.

El 9 de abril, una carta pastoral de la Iglesia católica de Guatemala denunció la presencia del comunismo en el país y convocó a los guatemaltecos a «alzarse» en su contra. El lenguaje eufemístico no engañó a nadie. Sin embargo, el público desconocía que la pastoral era producto directo de un encuentro del arzobispo Mariano Rossell Arellano con la CIA. Mientras los sacerdotes leían la carta desde todos los púlpitos de Guatemala, aviones arrojaban millareientras Ernesto preparaba su partida, Washington daba el paso siguiente en el plan de desestabilización. En medio de una gran publicidad tendenciosa, convocó al embajador Puerifoy para mantener consultas. Las hábiles filtraciones a los medios indicaban que el propósito del viaje era la discusión de medidas norteamericanas contra Arbenz en vista de la reciente resolución de Caracas contra la intervención comunista en el hemisferio.s de volantes sobre el campo.

Mientras Ernesto preparaba su partida, Washington daba el paso siguiente en el plan de desestabilización. En medio de una gran publicidad tendenciosa, convocó al embajador Puerifoy para mantener consultas. Las hábiles filtraciones a los medios indicaban que el propósito del viaje era la discusión de medidas norteamericanas contra Arbenz en vista de la reciente resolución de Caracas contra la intervención comunista en el hemisferio.

Eisenhower advirtió en un discurso belicoso ante el Congreso que «los rojos» controlaban Guatemala e intentaban extender sus «tentáculos» a El Salvador y otros vecinos.

«Centroamérica es rechulo como dicen por aquí, no hay año que no se produzca alguna tremolina a favor o en contra de algo, lo mismo da. Ahora Honduras está en una huelga fantástica donde casi el 25% del total de los trabajadores del país han parado y Foster Dulles, que es abogado de la compañía frutera de estos lados, dice que Guatemala ha metido la pata. Aquí mismo hay una emisora clandestina que llama a la revuelta y los diarios de la oposición también lo hacen, de modo que no sería raro que con la ayuda de la famosa UF [United Fruit] se manden su revolucioncita para no perder la costumbre… Creo que si los Estados Unidos no intervinieron directamente (lo que no es probable todavía), Guatemala aguanta bien cualquier golpe de este tipo y tiene las espaladas guardadas, pues hay mucha gente de México que simpatiza con el movimiento…»

Guatemala estaba en una situación desesperante. Descubierto in fraganti con una carga secreta de armas, Arbenz parecía abrigar propósitos inconfesables. En los días siguientes Eisenhower y el secretario de Estado Dulles informaron a la prensa que el cargamento superaba las necesidades militares guatemaltecas, insinuaron que su verdadera intención era invadir las naciones vecinas para imponer un régimen comunista, sin excluir la posibilidad de un ataque al Canal de Panamá, controlado por Estados Unidos. En medio de la ofensiva propagandística norteamericana, pocos periodistas recordaron que Estados Unidos había frustrado los intentos del régimen de Arbenz de mejorar su equipamiento militar, rechazado las solicitudes de asistencia militar y bloqueado los intentos de otros países occidentales de vender armas a Guatemala.

En el clima de persecución que reinaba en la capital abundaban los rumores, y uno de los primeros que llegó a oídos de Ernesto tenía que ver con él mismo. Un conocido paraguayo le dijo que lo creían un agente peronista. Aparentemente puso fin al rumor. No volvió a la pensión, evidentemente porque no podía saldar su deuda, pero comía en casa de Helena Leiva de Holst y compartía el cuarto de Ñico López y otro cubano que cantaba tangos. Entraba y salía furtivamente, y puesto que sólo tenían dos camas, las juntaban y dormían atravesados. Ñico se preparaba para partir hacia México por orden de su organización; pasaba el tiempo «cagado de risa todo el día pero sin hacer nada».

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